Billete de vuelta
Advertencia de contenido
Este relato contiene: sangre, heridas, disparos, armas de fuego, violencia.
Pagó con un billete arrugado, doblado, que sacó del forro de su abrigo. Pude ver de refilón aquella doblez del papel verde; era negro. Era un billete marcado, con el que pagaba aquella siniestra libertad.
Aun no sabía como había llegado hasta ahí. No lo recordaba. Me dolía la cabeza de intentar pensarlo, y la niebla mental no lo hacía más fácil. «Vamos». No es que él tuviera mejor aspecto que el resto de hombres con los que había cruzado la mirada desde que había despertado. Pero era un salvoconducto para salir de aquel agujero.
Dejamos atrás los pasillos de mármol, los cuadros de autores anónimos, las alfombras y cortinajes ostentosos. Esa pretenciosa decoración no había sido pagada con un salario de oficinista, y puestos a ser el ayudante de un mercenario, prefería elegir al que mejor vestía; no se había quitado el sombrero durante toda la reunión, ni se había movido su abrigo de sus anchos hombros.
Podría haberme dado un nombre, y lo habría olvidado.
Podría haberme preguntado el mío, y no habría sabido qué responderle.
La noche era fresca; el frío se colaba por mi cuello, por las perneras de mis pantalones, pero era hasta agradable comparándolo con todo aquel aire viciado de los sótanos. Habíamos salido al final de una zona residencial, aquellas zonas sin vida de la ciudad, que solo constaban de bloques de pisos sin hogares y empresas sin nombre. Algunos coches volvían a casa, a aquellas horas intempestivas de la madrugada. Y frente a nosotros quedaba un descampado, un atisbo de naturaleza sin domar, con pequeños puestos de fugaz entretenimiento para jóvenes y chiquillos que habían caído en la desgracia de crecer allí.
Avanzamos en silencio hasta la pequeña feria. Era como la sensación extraña de estar con un viejo conocido al que no veías desde hacia años. Caminábamos entre los puestos, sin ser capaz de escuchar la música estridente, o el cantar de los feriantes, a voz en grito. Solo podía fijarme en los ademanes de sus manos, largas, envueltas en el cuero negro de sus guantes, que acompañaban a su tono de voz pausado y cordial con los comerciantes.
Crucé la mirada con él, que me hizo un gesto antes de ponerme en los
brazos una bolsa de útiles de jardinería, que ambos sabíamos que no
serían utilizados como tal.
«Mira por donde pisas, que nos conocemos».
«Cuidado con ese cable, que todavía te rompes la crisma».
Le chistaba, me reía, con aquella extraña sintonía. Él escondía su
risa en su garganta, sin dejar que escapara de sus labios. También
escondía la comodidad que sentía con su nuevo ayudante, acortando en el
tiempo cualquiera de nuestros contactos, aunque solo fuera para dejar
otra extravagante herramienta en mis brazos ya cargados.
Si hubiera sido otro momento, y tal vez otra vida, habría querido pensar en aquella velada como en una cita.
Nos alejamos del olor del azúcar quemado y el aceite caliente, del
estruendo pavoroso de la música y las luces parpadeantes, adentrándonos
en la vacía oscuridad del descampado. Al fondo se dibujaba la silueta
abandonada de una pequeña iglesia, probablemente, donde empezaba de
nuevo el casco antiguo de la ciudad.
Me apoyé en uno de sus santos muros, agachándome ante el curioso
botín que teníamos entre manos para ordenarlo. Él me ayudó, haciendo que
su magnífico sombrero temblara sobre su cabeza, revelando parte de su
rostro.
—Eres tú, ¿verdad?
Se quedó en silencio, clavado en su postura, como si la carne se
hubiera tornado en piedra. Suspiré, guardando el resto de las
herramientas en la bolsa y sentándome en el suelo.
—¿Cuándo?
—Hará un mes. Dos tal vez. En la casona del norte, la de los Espinos.
Sus labios se curvaron en una mueca, levantándose y apoyando la espalda contra el muro.
—Es posible.
Claro que lo era, pero no iba a reconocer aquel momento. Ni yo lo habría hecho. Todo en él denotaba oscuridad, hieratismo. No habría tolerado que aquella imagen se quebrara por aquel momento de vulnerabilidad, que yo recordaba mil veces mejor que lo que me hubiera pasado el día anterior. O el anterior a este.
Me habían ofrecido uno de aquellos billetes verdes, de interior
negro, doblado cuidadosamente. Lo tomé, sin alternativa. Me enviaron las
coordinadas de la mansión, casi al pie de las montañas. Fui con otros
compañeros, la mayoría no volvieron.
Solo tenía que investigar la zona, revisar las alarmas. Me dieron un arma, «por si acaso; las balas están caras». Más que mi vida, recuerdo que contesté en mi mente.
Los disparos retumbaban en mis costillas, como si me atravesaran cada
vez que sonaban. Se suponía que debía peinar las plantas superiores, en
búsqueda de sensores, de conductos y posibles trampas, pero terminé
refugiándome en el desván para desplegar mi base. Y para huir de aquel
infierno que me rodeaba.
Sin embargo, había alguien más en aquel refugio.
Arma en mano, notando el temblor de mis manos mas fuerte que nunca,
me acerqué a las cajas y maletas donde se había atrincherado.
Aquel hermoso traje estaba teñido por demasiada sangre.
Su rostro quedaba oculto entre una de sus manos, apuntando con la otra, sin vacilar, un revolver más grande que el mío hacia mi frente.
Hipaba. Sollozaba bajo su mano, todo su cuerpo vibrando con cada
escalofrío, cada contracción por el dolor. Bajé el arma, y él también,
probablemente, porque leyó la desolación en mi gesto.
Me acerqué, cuando bien podría haberme atravesado la cabeza de un disparo. Examiné los agujeros de su torso, costado, brazo, aun pudiendo haberme apartado de un manotazo.
Pero no lo hizo.
Y yo podría haberle rematado con mi arma sin esperar una respuesta.
Pero no lo hice.
Fui, volví, con aquel botiquín que me habían tirado a la cara antes de entrar en Los Espinos.
Podía ser de los nuestros; nunca le había visto.
Podía ser del bando contrario, qué importaba.
El olor a alcohol, a desinfectante, ese aroma especial de las vendas y gasas recién sacadas de su envoltorio estéril, se mezcló con el polvo y el terrible olor de la sangre, que no haciamos más que respirar. Saqué mi móvil, tendiéndoselo, presionando sus heridas para cesar la hemorrágia.
«Llama a quién debas».
«Eso te traerá problemas».
Tosió sangre, apoyándose sin querer sobre mí.
«Me las apañaré».
¡Casi le temblaban más las manos al escribir en el teclado del móvil
que al apuntarme! Ni se inmutaba mientras apretaba su carne herida,
roja, ni cuando la bañaba en alcohol para que no se infectara. Todos sus
esfuerzos se mantenían en aferrarse a mis hombros y terminar aquel
mensaje.
Me devolvió el móvil, que tiré por la ventana rota, tras mancharlo de su sangre aún más para evitarme acusaciones posteriores de traición.
La mayoría de las heridas sangraban menos, pese a no saber si había
metralla o balas en el interior. No se separaba de mí, no flaqueaban sus
fuerzas para apretar sus manos en mis hombros. Guardé como pude los
útiles en el botiquín, sin poder acercarlos al resto de mi base de
operaciones.
Pude mirarle un momento, mientras aunaba fuerzas para conservar el aliento. Los surcos de sus lágrimas marcaban su piel, sabiendo bien la desesperación que podría haberlas provocado. Sentí que era lo mejor, lo adecuado en ese momento, y rodee su espalda con mis brazos, notando como buscaba el hueco de mi cuello para descansar, para cerrar aquel extraño abrazo.
Casi podía sentir su corazón, latiendo agitado contra el mío.
Había paz en aquel momento.
Había una tranquilidad compartida que ninguno de los dos parecía haber experimentado antes.
El estruendo terrorífico de un helicóptero nos hizo recuperar el sentido, y la noción del tiempo, recordando el campo de batalla donde nos encontrábamos. Fui su muleta, ayudándole a levantarse, antes de que los ventanales del desván se llenaran de luz. De pie, frente a aquel resplandor, se separó de mí, con una sonrisa cansada.
«Esto te ahorrará problemas».
Sin apenas poder mantenerse en pie, con el revolver en la mano, lo levantó. Recuerdo el golpe, como si estuvieran intentando atravesarme el cráneo con una lanza. La caída, a cámara lenta, hasta llegar al suelo de manera nada elegante. El ensordecedor ruido del helicóptero, de los cristales derramándose sobre el suelo del desván, y de su larga figura, caminando errática hacia la luz.
Antes de que todo se tornara negro.
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